Cuando el aluvión electoral de nuestro líder Ollanata Humala estuvo a punto de llevarlo al poder, aparecieron quienes se golpeaban el pecho y reconocieron que no se podía seguir viviendo de espaldas a ese país desigual, mayoritariamente pobre y fragmentado que era y es el Perú. De pronto descubrieron que no era tan mala idea consultar antes de decidir, que éramos tan diversos que ya no era lícito seguir gobernando desde Lima.
Por primera vez admitían que la búqueda de consentimientos políticos era indispensable para consolidar una democracia precaria como la nuestra. Pero aquel milagro se acabo después de la segunda vuelta. Esa misma derecha política, mediática y empresarial, que había prometido cambiar si se le daba otra oportunidad, olvidó el mea culpa y retomó su postura centralista y autoritaria. Hoy, tras el desastre de Bagua, estos sectores despliegan el cuco de un complot contra el Perú. Nos culpan, a nosotros los nacionalistas, exigen cadena perpetua para Pizango y piden plomo para quien intente bloquear otra carretera. No quieren admitir que el origen de tanta violencia está en un conjunto de leyes aprobadas sin consulta previa, que se soslayó el impacto de estas iniciativas en una población con mucho que defender y fundados motivos para desconfiar del Estado. ¿Alguien podría reconocerlo hoy en el gobierno? ¿Alguna lección que aprender?.
Si se les sigue negando membresía ciudadana a las comunidades amazónicas, no debería extrañar que mañana sí apuesten por una fuerza radical y antisistema. Será el resultado de la exclusión y la responsabilidad de quienes no asumen que un democracia se construye y consolida sólo si es capaz de domesticar todos sus conflictos sociales.
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